miércoles, 13 de octubre de 2010

Estrellas en el cielo

No se cuanto tiempo pasé andando en la oscuridad, con los ojos tapados y empujado por aquellos dos hombres, hasta que finalmente oí un crujido y un chirrido —el solido de una puerta vieja de madera al abrirse—; al parecer habíamos llegado a nuestro destino. Me arrojaron dentro, me dieron unas cuantas vueltas sobre mí mismo sin ninguna consideración y me quitaron las vendas de mis ojos. Mientras me incorporaba oí como cerraban de nuevo la puerta tras de mí.

Todavía un poco mareado y confuso, traté de mantenerme en pie, mirando a mi alrededor. Intenté fijarme en los detalles, en parte porque intuí que quizá los necesitaría, y en parte porque hacerlo me ayudaba a recuperar la compostura.

Era una especie de habitación, de poco más de tres metros de lado. Las paredes, de madera vieja y carcomida, se elevaban algo más, quizá unos cuatro o cinco metros. No tenía techo, y tampoco suelo en realidad, sino una arena fina bien aplanada, en la que mis pies dejaban ligeras huellas con cada uno de mis pasos nerviosos. Sobre ella, y apoyado contra la pared de enfrente, se encontraba sentado un hombre con las piernas cruzadas, con una pequeña hoguera delante, que iluminaba el cuarto y alejaba el frío de la noche. Vestía una especie de túnica gris, estropeada pero limpia. La luz del fuego jugaba en su rostro, lo que me impedía ver sus facciones con claridad, pero parecía mayor, en la línea que separa la madurez de la vejez. Aunque claro, yo entonces apenas tenía quince años, y cualquier adulto me parecía que rayaba la vejez en aquella época.

—Así que quieres aprender magia —habló, casi sorprendiéndome al hacerlo, de lo concentrado que estaba en la observación. Su voz era cascada, pero a la vez grave y poderosa. Me recordó al ruido que hace un árbol al caer cuando lo talas. Yo apenas pude balbucear y asentir con la cabeza en respuesta.

Me miró con desaprobación y permaneció un rato más en silencio. No sabía si estaba estudiándome o simplemente mirándome para hacerme sentir incómodo. Si era lo segundo desde luego lo consiguió.

—Hace mucho que no tomo aprendices. La magia es algo poderoso, no es un juguete. Y en manos de un necio puede ser más peligrosa que una tea en manos de un niño —calló, y siguió observándome de nuevo.

—Yo... yo no soy un necio... señor —acerté a decir.

—¿Ah sí? Bien, comprobémoslo... —sonrió, pero no de forma amable, sino sardónica—. ¿Tengo entendido que eres hijo de un cazador, no es así?

—Sí señor —respondí.

—Bien... en ese caso, debería ser facil para ti decirme dónde se encuentra el norte.

Supongo que no pude evitar sonreír. Por supuesto que podía decirle dónde estaba el norte, ¿pensaba que tan solo por haberme desorientado con los ojos vendados no iba a poder hacerlo? Tan solo tenía que levantar la vista y...

La sonrisa se borró de mi cara tan rápido como había aparecido. Lo que había en el cielo no eran mis estrellas. Sentí encogerse mi corazón, e incluso me asusté de no encontrar la luna, hasta que recordé que aquella era una noche de luna nueva. ¿Qué magia habría usado?,  ¿había cambiado el cielo o estábamos en un lugar muy lejano de mi tierra? No importaba; conseguí serenarme, y me di cuenta de que tendría que buscar otro camino. Quizá hubiera musgo entre las tablas de la pared o en el suelo en las esquinas. Miré a mi alrededor, pero no hubo suerte, el lugar estaba mucho más limpio de lo que podía parecer a simple vista. Traté de recordar los trucos que me había enseñado mi padre, pero ninguno de ellos funcionaba entre cuatro paredes.

Al cabo de un rato, tuve que darme por vencido —No lo se —admití, con la cabeza gacha.

El silencio flotó un rato más en la habitación. Parecía como si estuviese regocijándose con mi fracaso. De repente, golpeó con fuerza la pared. Con más fuerza de la que parecía tener en un principio, debo admitir. El golpe retumbó y las paredes crujieron. Levanté la cabeza, y no pude evitar emitir una exclamación de sorpresa. Un montón de insectos luminosos volaban entre nosotros.

Luciérnagas.

Miré inmediatamente de nuevo hacia arriba. A través de una especie de red de pescador pude verlas, blancas y brillantes, las estrellas, indicando con claridad y precisión el norte. Cómo había sido tan estúpido.

El viejo gruñó —Evidentemente, has fallado la prueba. Pero he de decir que tienes instinto. Pocos tratan de buscar otro medio cuando las estrellas le fallan, y pocos se dan cuenta tan rápido de por qué han fallado. —Vi que extendía una mano con azúcar, y unas cuantas luciérnagas se posaban en ella. Suspiró—. Está bien, ¿qué has aprendido?

El corazón se me encogió de nuevo, ¿estaba dándome otra oportunidad o solo estaba burlándose de mí? Traté de pensar en algo que sonase a mago, o a sabio...

—¿Las luciérnagas son estrellas que se apartan a manotazos? —dije sin mucha convicción.

Su cara se ensombreció de nuevo —Muy bien... ¡si quisieras ser un poeta! —gritó—. Última oportunidad, y déjate de sofismas.

No entendí esa última palabra, aunque supuse que sería un sinónimo de estupideces. Me quedé en blanco. No encontraba nada inteligente que decir, y notaba cómo él se estaba empezando a impacientar.

Todavía no se si estuve a punto de rendirme, o si de hecho me rendí y solo lo dije por decir algo. El caso es que lo único que pude decir fue lo que sentía, en lenguaje llano y simple.

—Me he dejado engañar por las apariencias. Supongo que sí soy un necio —. Y me preparé para que me echara de allí.

Pero su cara se suavizó ligeramente, ¿y quizá sus ojos se habían iluminado por un momento? —Te voy a corregir —me dijo—. Has sido un necio. Has aprendido y has dejado de serlo, al menos un poquito.

Y si antes mi corazón se había encogido por dos veces, ahora lo sentí ensancharse —¿Eso significa...?

Asintió con la cabeza —Sí, te enseñaré. Pero antes de enseñarte magia tienes que aprender muchas otras cosas. Entonces, quizá estés preparado.

Y así fue como empezó todo.


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