—Hola amiga tortuga —dijo la paloma— ¿qué haces ahí dentro?
—Me escondo de mis enemigos —respondió la tortuga con voz temblorosa.
—¿Qué enemigos? —le preguntó sorprendida la paloma, ya que le sonaba extraño que su amiga pudiera tener alguno.
—No los he visto nunca, amiga paloma; en cuanto oigo algún ruido me escondo en mi caparazón. Gracias a eso me he salvado ya muchas veces.
La paloma permaneció un rato pensativa.
—Tengo una idea —le dijo—. Puedo llevarte conmigo. Volaremos sobre el parque y podrás ver a tus enemigos.
La tortuga empezó a sacar su cabeza muy lentamente.
—Sí, quizá sea una buena idea...
—Pero —continuó la paloma— tu caparazón pesa demasiado. Para poder llevarte tendrás que dejarlo aquí.
La cabeza de la tortuga se paró a mitad de camino. Sus ojos empezaron a mirar a un lado y al otro.
—¿Dejar aquí mi caparazón? —respondió precipitadamente—, ¿y si me caigo lejos de él mientras me llevas?
—Tranguila amiga tortuga, te prometo que no te dejaré caer.
La tortuga dudaba. No conseguía vencer el miedo, pero sabía que no tendría muchas oportunidades como aquella.
—No te preocupes —añadió la paloma para tranquilizarla— yo te protegeré.
Eso acabó de convencer a la tortuga. Lentamente y temblando un poco salió de su caparazón. La paloma la agarró con sus patas y salieron volando. La tortuga escudriñó todos los rincones del parque, pero no consiguió ver nada.
Al cabo de unos minutos, la paloma preguntó.
—¿Ves a tus enemigos ahí abajo, amiga?
—Desde aquí solo veo mi caparazón en el suelo —dijo la tortuga.
—Exacto —respondió la paloma.
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